Sabia pena. Ella
debería estar hilando fino los sinsabores de la libertad cuando se le aproximó
Lucas y en un segundo le mostró el mundo con sus ojos. Ella, sin embargo, no dio
el brazo a torcer y devolviéndole la mirada lo enfrentó como nunca. Tal vez
esta vez él entendiera que no estaba allí para cumplir sus fastidiosos
caprichos patriarcales impuestos por su sociedad. No iba a permitir que nadie
la ordenara, menos aún que se consideraran sus dueños. Ni siquiera el hombre
con el mundo en los ojos.
Esa tarde salió por
décima vez al balcón. El asunto la traía a mal traer pero no había sido aquello
lo que la había llevado a su casaquinta maternal. Sino el alboroto citadino que
le abrumaba el pensamiento y la separaba de Dios y le quitaba paz. Miró los
caballos corriendo libremente y pensó en aquella frase de su escritor tan amado
que tantas esperanzas le dio algún día. “Las emociones son caballos salvajes”.
Y ella los había liberado más que nunca. Le dio su última pitada a su cigarrillo y lloró como no lo
hacía en tanto tiempo. Esta vez fueron lágrimas de alma. Se abrazó a si misma
tan fuerte que su crucifijo se le clavó en el pecho, solo se tenía a si misma,
y debía estar más unida con su ser.
Al fin y al cabo,
todos nos tenemos solo a nosotros mismos.
El precio de la
libertad sería pagada con sangre de alma pero le devolvía la mayor paz del
mundo. Se sintió orgullosa de ella misma y comprendió por un segundo el sentido
de su vida. Y entonces soltó su carcajada más grande. Y rió. Entonces rió más
que nunca.
La libertad siempre es maravillosa :)
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