Siempre detesté las
rejas. Me transmiten sensación de impotencia grandísima, de estancamiento.
Alguien te detiene en tu camino. Te pone una muralla para que no avances. Si
nos ponemos a pensar, constantemente estamos rodeados de rejas que se imponen
ante nuestra rutina. Pero, ¿las rejas
aprisionan o protegen? Las usamos como protección, pero todo depende del lugar
donde nos encontremos. Dentro, o fuera.
Un animal
falsamente señalado como agresivo es encarcelado en una jaula con fines de “proteger
al público”, y esclavizar al ser sintiente. Al igual que suceden con las
personas. Todo depende de la empatía. El lugar que ocupemos da el uso al
objeto.
Todos somos a la
vez prisioneros de algo, y no por eso justifica que exista otra parte
protegida, sino que sucede está adiestrada para estar dormida, indiferente a
los placeres de la vida. Solo porque convencionalmente alguien nos metió en la
cabeza que eso estaba mal. Y esos duros hierros que nos separan de vivir
plenamente, de la emoción, del arriesgarnos. Son los miedos y prejuicios que
tenemos. No nos la “jugamos” por “miedo a”. Entonces surge la reja, que nos aprisiona
dentro de nosotros, de nuestra vida. De hecho, los barcos nunca se hundirían si
nunca salieran del astillero, pero no fue para eso que se crearon. Por eso
cierro los ojos y me largo a la vida. Confiando en lo que viene, y en mi misma.
Que cada minuto se pasa se lleva lo que podría haber sido mis mejores sonrisas,
lagrimas y aprendizajes. Mostrándole al mundo que finalmente ninguna vida ni
ningún plan tienen rejas. Porque nadie tiene más limites que el cielo. Porque
el cielo es el límite.